Por Liuban Herrera Carpio
Como el Narciso, a riesgo de enamorarnos de nuestra propia imagen, creemos
necesario, teniendo en cuenta la pluralidad de poéticas que ahora mismo
engrosan el mapa literario cubano y la casi ausencia de estudios panorámicos o
historiográficos que de alguna forma sitúen a la nueva poesía insular en su
innegable decursar por la simbología cultural de la nación; acercarnos a dos
voces que desde su proyección estética y discursiva, asumen auténticas posturas
de vanguardia, diferenciándose en este sentido del coro actual de poetas
jóvenes.
Conocido es que una de las constantes de la cultura literaria cubana es la
sucesiva presencia en su desarrollo, de generaciones, promociones o individuos
que han entendido su papel en esta a partir de la conformación explícita de una
rivalidad, a tal punto de tomarse, por ejemplo, como momentos climáxicos del
siglo XX, las polémicas entre integrantes del grupo Orígenes con su hijo
bastardo Ciclón, o más tarde, la del grupo llamado por Eduardo López Morales:
«Generación del 50» con la promoción de los 80.
Nuestro conversacionalismo fue esencialmente heredado de la corriente
latinoamericana homónima, que desgajada de la vanguardia, tuvo en autores como
Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Jaime Sabines o Nicanor Parra, voces
ejemplares de un discurso afianzado en interpretar las condiciones
socio-históricas de su tiempo mayormente y no en proclamaciones de corte
estilístico.
Ante el canon que suponía la estética origenista, los poetas del
conversacionalismo cubano, deciden, impulsados por el cisma caótico de la
revolución ideológica, plantarse como intérpretes oficiales de la realidad que
protagonizan y que necesita, a su vez, un ritmo desbocado, a veces atropellado
o nulo, unido a un discurso cada vez más populista, pues como afirma Roberto
Zurbano: «asumieron una posición alerta ante el lenguaje, y a través de una
creciente desconfianza con respecto a la imagen, obviaron toda fe en la
palabra».
Ahora, la «dimensión comunicativa», sintagma que este autor acuña como
fenómeno inédito en la historiografía literaria nacional, fungió como hidra de
dos cabezas al encauzar su preceptiva, o mejor dicho, al subordinarla a la
conformación de un sujeto pluralizado, des-intimista y alejado, por ende, de la
búsqueda ontológica como presupuesto esencial de sus poéticas.
Otra no podía ser su proyección, el ojo arrancado del clásico ya «El otro»
de Roberto Fernández Retamar, debe ser superpuesto como un signo ante la mirada
del ojo ileso, quizá hasta ahora inconsciente de su tarea de filmador y al mismo
tiempo perpetuador de un humanismo social jamás alcanzado en nuestra
literatura. En esta promoción, a pesar de que se haya erigido un eco crítico de
neblinosa esencia, que se acerca al supuesto cansancio o valor de uso del
conversacionalismo, sobre todo en el embiste que trataron de formular varios
autores pertenecientes a la promoción del 80, entendido como superación o
antropofagia; se sentaron, o más bien ajustaron los pilares del auténtico
discurso poético de los últimos sesenta años; porque si bien este grupo
proyectó a ultranza una praxis distinta y que, paradójicamente no solo
develaron en ella la verdadera valía de la corriente a la cual punzaban y de la
cual bebían subrepticiamente; sino que «el nacimiento que se pretendía fundar,
la entrada en el campo literario cubano de una “nueva hornada” que traía
vitalizaciones, reformulaciones […] fue más un deseo crítico que un hecho
verificable».
Uno de los factores que suponemos, atentó contra la visión de vanguardia,
frustrada o al menos no entredicha en ninguno de sus textos ejemplares y que
bien pudo dotar de mayor fuerza expresiva en aras de autodefinirse como
disidentes, de una fuerte aún corriente tutelar, es la no preocupación por una
reflexión propiamente metadiscursiva, donde fijaran sus pretensiones no solo en
el campo de la lengua sino en el marasmo ideológico que encierra toda ruptura
de un proceso social determinado. La preocupación es otra: «nosotros los
sobrevivientes/ a nadie debemos la sobrevida/ todo rencor estuvo en su lugar//
estar en cuba [sic] a las dos de la tarde/ es un acto de fe».
Esta reescritura, dialógica en el sentido bajtineano, suerte de himno de
grupo; afirmó una postura de romántica rebeldía; pero de increíble
actualización, aún en las bifurcaciones que ha tomado la poesía hecha por
jóvenes en la nación, que pudieran o no reconocerse en la promoción de los 80,
viendo este fenómeno en el orden de una entidad contrastante: como apoyatura
magmática o como franca arqueología. La historia de la literatura ha probado,
que muchas generaciones poéticas buscaron autodefinirse no en sus predecesores
inmediatos, sino en el punto acrisolado donde la lengua alcanza auténtico valor
moderno.
Rubén Darío insta a los más tarde Generación del 27 a releer a Luis de
Góngora, así como Lezama re-interpretó la ontología insular a partir de la
focalización barroca, explayada en las obras del autor de Polifemo y Galatea,
de Francisco de Quevedo y Calderón de la Barca substancialmente.
La incuestionabilidad de la palabra
fungió como presupuesto axiomático para la promoción de los 80, comenta
Roberto Zurbano.
Las visiones de la crítica se complejizan. Walfrido Dorta solo percibe en
las obras de Raúl Hernández Novás y Ángel Escobar un «desplazamiento [de]
algunos presupuestos de la estética coloquialista» y un poco más tarde en Fernández Larrea, al
tensionar este propio lenguaje, Jorge Luis Arcos decide bautizarlo como «una
suerte de reverso del conversacionalismo».
Es curioso que el más cercano intento de nominar el campus poético más
reciente: posconversacionalismo, date de 1998, de la autoría de este último y
sea reafirmado en 2003 por Dorta. El primero, consciente del anfibológico
término, resuelve bíblicamente nombrar lo creado en tanto los senderos emerjan
en claras posiciones semantizadoras.
Arturo Arango es más sentencioso al analizar la producción finisecular
recogida en las canonizantes antologías Cuerpo sobre cuerpo (2000) y Los
parques (2001) y contradice lo planteado por Dorta y Zurbano al creer que la
promoción de los 80 «encabezaba las rupturas formales de cada generación, o, al
menos, hacía explícitos sus intentos, sus necesidades.// Salvo excepciones, esa
función de vanguardia parecía haberse desplazado en los 90 de la poesía al
cuento».
Dicha alerta no es casual, el autor clasifica como «epigonales» a un grupo
que solo representa, claro está, un cambio en el entramado anecdótico del
cosmos que padecen o disfrutan, pero que sigue demostrando una despreocupación
por los resortes que condicionan su expresión misma.
Aunque no creemos entrever en el sintagma epigonal un matiz despectivo, lo
cierto es que la promoción de los 90 explaya su madurez en el nuevo siglo donde
otra promoción naciente coexistirá con esta en contrastante diálogo, sin que
esto suponga una conciencia de grupo en ninguna de las partes implicadas.
Ante sus obras en activo, pudiéramos sostener por ahora, que en la poesía
de Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979) y en la de Legna Rodríguez (Camagüey,
1984), se recupera para la poesía cubana, la desplazada según Arango, condición
vanguardista.
Antes de analizar sus escrituras en particular, nos es necesario precisar
algunas constantes que tuvieron su apoteosis en la lengua castellana durante
nuestro prolongado periodo de vanguardia, que data desde 1914 hasta
aproximadamente los primeros años de la década del 40, y que resurgen, o por lo
menos se muestran con regularidad en la praxis literaria y social de los
autores aquí aludidos.
A la par de la sucesiva aparición de manifiestos y proclamas que
concretaron a los movimientos de vanguardia en Latinoamérica, los firmantes de
estos, poetas de la talla de Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, Oliverio
Girondo o Manuel Maples Arce; sostuvieron una abierta actitud performática en
su proyección social. Vale destacar solo un ejemplo: en 1914, Huidobro lee en
una céntrica plaza de Santiago de Chile el manifiesto Non serviam, médula de la
preceptiva del Creacionismo. Ahora, ¿cómo se inmiscuyen o conectan estos poetas
del nuevo siglo, con sus padrinazgos vanguardistas? Cabría cuestionarse su influjo
o si en realidad sus lecturas o enfoques influyen directamente en su quehacer
poético.
Los procesos de vanguardia se han entendido en nuestro mapa literario como
la conjunción de apariencias que ansían derribar el supuesto anquilosamiento de
la lengua; y que la mayoría en su
ejercicio literario no cumplió con muchos de los cánones soñados por la nueva
poesía.
Por supuesto que en el actual campus literario en la Isla, no existe un
proceso de vanguardia propiamente dicho, ni por lo menos un grupo que como
Diáspora en la década del 90 del pasado siglo, tensara en este sentido la
creación de avanzada. Quizá sea una razón posible para entender que los
intríngulis del metabolismo literario alcanzan una máscara distinta en el
andamiaje discursivo de ambos poetas, que ni siquiera comulgan entre sí, pero
que conforman un cisma a tener en cuenta, en las relaciones historia-poesía,
poesía-ser y poesía-naturaleza, preocupaciones notables en las últimas hornadas
de bardos cubanos.
Mientras que los del 80 se preocuparon por diseñar una reflexión-diatriba
contra los del 50, a partir de la negación a ultranza de un ideal social, la
promoción de 2000 mira a ochentistas y finiseculares no desde una perspectiva
tajantemente ideológica, pues de alguna manera son escritores pos-derrumbe,
sino en principio metadiscursiva, por lo menos en los poetas señalados: orinar
el espacio, trazar límites de mapa y dejar claro su instrumental en materia
lingüística, es casi una portentosa línea argumental que ambos autores
persiguen como una obsesión de declaración de principios estéticos.
Ninguna promoción como la del 80 intertextuó o se inspiró en la figura de
José Lezama Lima; baste aludir un texto de Rolando Sánchez Mejías para darnos
cuenta de que el señor barroco constituyó más bien un faro —en algunos casos un
fetiche— para servir de pie de pivote en la recuperación de un discurso
imaginista, a ratos deconstructivo.
Nótese aquí cómo Lezama y Borges se tornarán patrones estéticos, aunque a
decir verdad la poesía lezamiana no fue ni tan reescrita ni tan imitada en la
promoción cono sí ficcionalizado su autor: «La nostalgia por los límpidos
establos de/ Dylan Thomas […] La casa de Lezama vista desde un taxi en/ la
ventisca […] María Kodama en las fatigadas pupilas de/ Borges o sea en los
espejos velados».
Bien alterna es la postura de Oscar Cruz ante el fenómeno Lezama. Si bien
reconoce con inteligencia poética el valor de esta figura en la historiografía,
no lo hace desde un pedestal de admiración, tomándolo como faro guía o «poeta
fuerte», término acuñado por Harold
Bloom; sino que, utilizando el irónico cronotopo de la fábula, fraguada en
nuestras letras con la obra del Infante Don Juan Manuel, construye un drama
donde un pájaro moteado (de entrada el adjetivo re-semantiza a un sujeto dual,
cambiante, donde el estampado designa contaminación), de alto porte y canto (la
altivez y la perfección son armas del canon, imperialismo de una preceptiva por
muchos años alabada), fungirá como detonante para la propugnación de un arte
poética. Veamos: «canta bonito el desgraciado:/ dijo mi amigo, parece/ un
sucedáneo de Lezama./ estos pájaros cabrones comen/ y viven de Lezama, viajan
y/ engordan por Lezama.». Al posarse el
animal en el patio (espacio de búsqueda cosmovisiva, donde el poeta sujeto
lírico gobierna e impone sus «maneras de obrar», parcela genuinamente defendida
por el arma de la palabra misma) ocurre una particular embestida: el
personaje-pájaro impone su canto, su sometimiento, desde arriba; y este
estar-sobre lo catapulta a una señal de auténtico liderazgo o permanencia,
dicha actitud parece infalible; pero cuando conocemos su nombre: Cuá Cuá, se
desacraliza en el acto su hegemonía, pues el sintagma onomatopéyico devendrá
signo de cansancio discursivo. Entonces
otra vuelta de tuerca tiene lugar, el trivial canto no es más que un cacofónico
graznido, pues el poeta no confía ya en estas fórmulas de armonía y elegancia.
Por eso la solución emergente ante la perseverancia del sucedáneo lezamiano, se
convierte en un puñetazo para la tradición: «agarramos al pájaro,/ le cortamos
las patas, y colgamos/ en su pecho una plomada/ […] cantaba bonito el
desgraciado./ […] nunca más, volverá/ a posarse en nuestro patio».
La levedad es vencida por el peso, la materia (ala) es sometida por una más
terrestre (plomo); porque ya no seducirán al sujeto creador ni la
grandilocuencia, ni el trascendentalismo, ni el gobierno de una tropología que
se afinca en sí misma como tabla de salvación. Existe un presentismo en la
poesía de Oscar Cruz, establecido en un tiempo y un espacio básicamente
literarios, donde su pertinaz reflexión sobre lo humano se imbrica asiduamente
con otra: la metaliteraria.
Esto ocurre a tal punto, que el tema sobre el fenómeno bibliográfico que en
la última década se ha nucleado en torno al centenario del autor de La fijeza,
se convierte en una variación sobre un mismo tema en su escritura más reciente.
Lo que una vez fue trino engalanado, ahora, como los personajes esperpénticos
de Valle Inclán, es situado en una torpeza de raíz expresionista, fuente en la
cual el autor ha encontrado resortes discursivos de gran eficacia.
Tanto Cruz como Rodríguez pertenecen a un suceso que Harold Bloom nombraría
«revisionismo intelectual». Ante la
angustia que produce la influencia de un poeta fuerte, estos poetas se ejercen
en una «concreción creadora, la marca más particular del revisionismo
moderno».
Es visiblemente intencional que Legna Rodríguez haya titulado «Chicle (Ahora
es cuando)», su cuaderno ganador de una mención en el XV Premio de Poesía de La
Gaceta de Cuba. La goma de mascar, metonimia de raigambre antropofágica, o sea,
la tradición se trata de digerir y al absorber su naturaleza, solo queda un
jugo amniótico donde la poeta hará nacer su praxis literaria, y más tarde, el
resto será escupido (hemos utilizado este verbo por su sema despectivo) para
formar parte de la basura.
Bien se conoce que en la vanguardia latinoamericana se impusieron desde
nuevas ortografías hasta formas de visualidad para los caracteres en la página
en blanco, jamás conocidas en nuestra lengua; por lo tanto, una consciente
estridencia, excentricismo o reto, acompañaban el tono de la lírica plural que
se produjo en varias ciudades letradas del continente. El sintagma que acompaña
al título en cuestión: «(Ahora es cuando)» se conecta con la necesaria
autodefensa, sobre todo si la voz lírica confiesa: «Te pido/ que no
interpretes/ los ámbitos culturales/ porque sabrías/ que soy la perra dócil de
la poesía cubana/ la perra sin hueso/ ni sopa/ hay otros perros/ sarnosos/ pero
menos resquebrajados/ […] hay otros gatos también/ te pido/ que en paz me
dejes/ […] y sola/ voy/ a desenterrar/ el hueso».
Es preciso usar el tono imperativo para establecer un límite dentro o fuera
del margen oficial. La poeta se ve cercada por tendencias duales (perros/
gatos): cósmicos, experimentales, intimistas, universalistas, historicistas,
atmosféricos, minimales; y decide tomar el riesgoso camino de la individualidad
y desenterrar —he aquí una sincera posición de la sujeto creadora al entender
su pasado literario como arqueología— el hueso, este sustantivo se conecta en
el campo semántico del poema con su contrario, o mejor dicho, con su
disgregación: la sopa. El hueso, vale decir, la materia poética, se roe o se
desintegra por el agua en vapor.
Con sarcasmo, y notemos en este momento el mismo recurso utilizado por
Oscar Cruz en el texto comentado anteriormente, la persona lírica arma un
suspense, muy consecuente con su estar-ante la literatura de su tiempo. Lo que
decida hacer tras exhumar los resortes de la cultura que le sean factibles para
la conformación de su sistema semiótico, por ahora cabe en el reino de la duda,
lo que sí podemos afirmar previamente, es que no apuesta —como Cruz— a mirar la
tradición desde una focalización ancilar, sino desde la médula del problema
mismo, ella no es sino otro individuo de la animalia discursiva y el uso del
adjetivo dócil es solo un mecanismo textual para, mediante la conformación del
tropo del contraste, definirse con más fuerza ante los que pretendan
acompañarla al acto del desenterramiento.
Por lo pronto, constatemos cómo ambos poetas no se dejan seducir por una
postura enciclopédica en su proyección como sujetos creadores. Varios autores
de las promociones de 80 y 90, defendieron con celo el vertimiento de sus
lecturas en un aparataje paratextual: exordios de escritores disímiles, desde
la literatura clásica grecolatina hasta los más populares del boom
latinoamericano, o incluso de los que son no publicados en nuestro país y que
por esta cuestión se convierten en llamativos; ya en la diégesis misma del
poema: como reescritura, como sujetos ficcionalizados e incluso como dictadores
de un tutelaje que a muchos les era indispensable. Esta suerte de filologismo
discursivo no atrae a los poetas bajo análisis, pues, ninguno es egresado de
escuelas de Letras en el país, y sobre todo, recurren a esta fingida disidencia
o laguna lectural, como armazón, para imponer sutilmente una revisión del
concepto de clásico, tema, como se sabe, de cepa vanguardista: «ya nadie lee/ a
Eça de Queiroz: decía, deberías de leerlo./ varias veces lo intenté y desistí.
execré/ el poderío que gastaba en descripciones vanas,/ y esa devoción por los
maestros que pululan/ y ensombrecen.// hay libros que superan todo eso/ y sin
embargo no me sirven, como nunca/ me sirvieron, madre mía, esas novelas
perniciosas/ de Eça de Queiroz.».
Dicho fragmento muestra una falsa cornada: pudiera leerse que para el
autor, el naturalismo portugués carece de incidencia en el posterior desarrollo
de sus estigmas en la literatura del siglo XX; pero la recensión va más allá:
la sombra o el tutelaje hacen del discípulo literario un ser epigonal,
umbilicado a un rasero que le impedirá hallar su verdadero papel diacrónico en
la historia que debe protagonizar. Pudiera parecer un rasgo del futurismo
marinettiano que resucita, lo que impulsa al poeta a ser tajante; mas lo cierto
es que la pieza inicial en planos musicales que da título al poema, alcanza su
completamiento en un segundo momento, donde el arte poética se explaya: «nada
que suavice nos conviene./ limpiemos con cloro nuestra casa./ saquemos de
adentro la basura./ estamos hincados desde siempre./ borremos nuestras marcas./
volvamos a Proust».
Es comprensible que el autor simpatice más con la nueva novela europea,
movimiento que re-dimensionó el arte de narrar para la cultura occidental en
las primeras décadas del XX y que no constituyó en sí mismo escuela o grupo
literarios, pues a su cauce contribuyeron sujetos creadores de procedencias
heterogéneas, en cuanto a filosofía y estética; y decide no comulgar con el
realismo manierista que instituyó el naturalismo.
Casi a cien años de la apoteosis de las vanguardias, cada vez más se
cuestiona lo imprescindible que pudieran ser los hitos de la escritura. Ante el
ojo tradicional y canonizante se responde: «un escritor me dijo que mi poesía
era/ una fórmula/ algo parecido a dos más dos/ […] pero yo tengo la seguridad/
de que en todo caso/ es algo parecido a/ […] doscientos doce menos mil
novecientos ochenta y/ cuatro/ que es un año muy famoso/ porque así se llama
una novela/ que no he leído».
La narrativa orwelliana alcanzó categoría totémica en los años 90 dentro de
la intelectualidad insular, por el poder de analogía que suscitaron «1984» y
«Rebelión en la granja» con el convulso periodo socio-político consecuente con
la caída del socialismo en Europa. Como vemos, a la sujeto creadora —nacida en
el mismo año que da título a la novela— no la imanta la inmersión en la
resquebrajadura de un proceso histórico como temática; más bien hace
representar su parecer esquivo o desinteresado en lo que fue para la promoción
de los 90, tanto en narrativa como en poesía, un tema que encontró cierto agotamiento.
Quizás sea Legna, la escritora que con más ahínco se preocupe —en
comparación con la obra de Cruz— en urdir un juicio sobre la escogencia de un
lenguaje que primero: disiente de lo anecdótico, ya que sus argumentos se
adscriben en la mayoría de los casos a analogías de la creación verbal y en
segundo lugar, pugna por des-canonizar la eufonía, los fenómenos de la
deficiente ritmicidad (asonancias, cacofonías, erráticas aliteraciones):
«convertí la hoja donde estaba escrito este poema/ en pañuelo de nariz/ lo que
no sé es si lloré o si estornudé/ y convertí las palabras que algunos me
dirigían/ en verborrea/ lo que no sé es si esa verborrea/ llegó a interesarme
más o menos». Le es idónea la
fragmentación gramatical para encontrar una belleza-otra, regida en su
estructura por lo cíclico del viaje como autoconocimiento; el personaje al
arribar a su lugar de partida: el hogar (la nuez amniótica donde se forja el
carácter poético) confiesa llegar atormentada e indefinida, pues como ser de
vanguardia cree en una futuridad que apenas logra conceptualizar. Tanto el
llanto como el estornudo, forjan un par contrapuesto que alude a dos enfoques
de la creadora ante la sustancia poética: el llanto (poesía de corte
confesional, de largo aliento), el estornudo (la poesía que se deconstruye y se
dispersa en búsqueda del lenguaje). Si en el texto anterior la autora negaba su
filiación con un criticismo de corte histórico, veamos cómo Oscar Cruz, que de
alguna manera, por edad, está apegado más a problemáticas ochentistas,
interpreta en el cuerpo del poeta una metáfora de la represión.
En una pieza llamada «Quemaduras» se
someten a la pira tanto obras de Lenin como de Bulgákov. Teniendo en cuenta sus
opuestas visiones del socialismo, el sujeto lírico no repara en posibles
simpatías con el segundo; sino que resuelve trazar un parteaguas a pesar del
cintarazo de la tradición que lo obliga a disculparse. El fenómeno borgeano de
la bifurcación, entendido aquí como ontología, devendrá pedestal para ambos
poetas; distingamos cómo en «La siesta», diálogo intertextual con el cuadro de
Miguel Collazo, se catapulta la bucólica mirada del sueño —que en el óleo la
joven está situada en pose tropical y no en real descanso— a un drama de
literal erotización; dotado de un tono aciago que frustra la voluptuosidad de
la escena. ¿Cómo es posible que en medio del desnaturalizado coito, el sujeto
lírico nos diga: «me levanto. ya no soy el real misterio./ los poetas
contemporáneos han abusado/ de su inteligencia./ los políticos también.»? El matiz vanguardista aquí se percibe como
frustración y vuelve aún más profunda la atención de este poeta hacia la
cultura que lo engendra.
Varias constantes de la literatura cubana más reciente tienen que ver con
un explayado ejercicio de la sexualidad y con una experimentación nunca antes
vista en dicha materia, del cuerpo como poseso de una carnalidad que se ajusta
y desajusta, ateniéndose a los contextos, de violencia casi siempre, donde se
torna protagonista. Cruz se sumerge en el centro de este maelström sexual y
emerge con una máscara de fatalidad, que no es sino su armadura contra los
siempre light mecanismos de la moda literaria. No es que el acto pierda en el
poema su estatus deleitable, todo lo contrario, el autor ha dedicado un
cuaderno entero a disponer su sexualidad a manera de reencarnación paveseana:
lo sodomita se hermana con lo metaliterario, la preceptiva del amor carnal
intuye otra no menos esencial; fijémonos cómo toma prestado el título que
patentizó nuestra vanguardia: «Salutación fraterna al taller mecánico», de
Regino Pedroso, donde el escritor se relaciona con presupuestos del modernismo
brasileño o el estridentismo mexicano; para convertir la función de torcer en
una estado ante la creación que le es concomitante: «como aquél que tuerce
alambres/ con sus dedos, dura es la moldura/ de mis manos, y duros son también/
mis argumentos.» No existe tibieza
alguna en manifestarse como ruptura y no cree en la implicitez como instrumento
verbal; así también Rodríguez comulgará con una «escritura del desastre» donde
la meta-reflexión sobre la categoría bajtineana del cronotopo, utiliza
instrumental del absurdo. El ejemplo, titulado «La página en blanco» se enlaza
no solo con un sutil automatismo, para declarar la no importancia de tiempo y espacio,
y sobre todo, el ars poetica que declara: «los libros que escribiré en lo
adelante/ jamás dirán lo que pienso/ primero muerta/ que escribir con mis manos
lo que pienso».
Sustrato eminentemente discursivo y no confesional, principal línea de la
promoción de los 80, que tiene sus seguidores en los 90 y también en el nuevo
siglo. En su obstinación por descreer las normativas del ejercicio poético que
pesa sobre ella como espada de Damocles, hereda un sarcasmo cubano, presente en
la poesía de Virgilio Piñera o Manuel Díaz Martínez. La impotencia ante el
éxtasis programático y la praxis final donde no obtiene lo requerido,
coexisten: «Quería hacer un ejercicio poético/ que realmente me provocara
sudar/ así que decidí escribir este poema/ cayendo desde una chimenea/ algo
desastroso/ pues la palabra poema y la palabra chimenea/ son parecidas en la
sonoridad/ y está prohibido escribirlas juntas». La voz lírica, consciente del padrinaje que
ejecuta sobre ella el canon, confiesa su confiscada escuela, aunque aún así se
regodea, porque el intento significa un rompimiento de consistente valor
estético.
Cabría detenernos, por último, en dos fragmentos de «Demoliciones», de
Oscar Cruz, en el cual el conocido pasaje de Martí a su llegada a Caracas, se
compara paralelamente con otro sujeto que en condición distinta de inmediata
actualidad —las misiones culturales a Venezuela— recorre, o finalmente no se
atreve, a transitar-mimetizar la misma senda, o sea, a reverenciar una
mitología literaria que empaña la genuinidad de la obra escritural martiana.
Desde el título mismo se enuncia su interpretación. Ni siquiera se deben
restaurar las voces tutelares del discurso lírico nacional, ellas son lo
suficientemente icónicas para que se re-semanticen mediante la penetración que
designa una nueva norma. La búsqueda de lo convincente ocupa al autor, esta
veracidad se conectará rápidamente con la condición del poema como «expediente
de dolor» y no perseguirá rasgos de un
realismo raso, sino que ejercerá a partir de mostrarse en el texto como tabula
rasa, es decir, lo contado, por conocido o común que sea, adquirirá otra
belleza, descarnada y desconocida, en cierto sentido, naif: «las cosas parecen
más cosas bajo esa luz, me dijo, y sin embargo agobian».
La poesía toda insta al ojo a descubrir el centro irradiador del ser o la
cosa y a deslindar/ desechar lo considerado apoyatura o cáscara. No son para
él, o para ellos, atrayentes las atmósferas que ralentizan la médula argumental
del poema, donde la violencia cosechada de la cubanidad reciente, impulsa tanto
la historia como la disposición gramatical, porque asumen con dignidad la
conformación de una visión antiheroica y a su vez antiépica de la cosmogonía
insular que ambos cuestionan, afincados en el soporte de la vena más ejemplar
del conversacionalismo.
Hemos tenido en cuenta que estos autores caminan hacia la madurez
escritural, donde, alcanzado este sitio, quizás nieguen con ahínco lo
perseguido por sus búsquedas poéticas en este momento; pero hemos decidido
correr ese riesgo, porque si así sucediera, entonces no se alejarían sus puntos
de giro de la condición de vanguardia a la cual ambos tributan.
Existe un texto incluido en Pequeños poemas en prosa (1868), de la autoría
de Carlos Baudelaire, cuyo título: «Extravío de aureola» alcanzó a definir con
exactitud y explicitez increíble el verdadero rostro del simbolismo francés. Un
poeta de aureola, acostumbrado a beber quintas esencias, en un descuido,
tratando de esquivar el fango del bulevar, deja caer al suelo su condición de
elegido: «He creído menos desagradable perder mis insignias que romperme los
huesos […]. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo acciones bajas y
entregarme a la crápula como los simples mortales». La condición cíclica de los procesos
culturales es innegable, sobre todo en el accionar de estos dos poetas jóvenes,
que no solo han perdido la aureola, sino que la dignidad les aburre, a tal
punto que como el sujeto baudelaireano esperan con aire grotesco que un mal
poeta recoja la aureola y se la corone, pues «¡Qué gozo hacer a un hombre
feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa! ¡Pensad en X o en Z! ¡Vaya!
¡Sí que va a ser gracioso!».
Como el Narciso, a riesgo de enamorarnos de nuestra propia imagen, creemos
necesario, teniendo en cuenta la pluralidad de poéticas que ahora mismo
engrosan el mapa literario cubano y la casi ausencia de estudios panorámicos o
historiográficos que de alguna forma sitúen a la nueva poesía insular en su
innegable decursar por la simbología cultural de la nación; acercarnos a dos
voces que desde su proyección estética y discursiva, asumen auténticas posturas
de vanguardia, diferenciándose en este sentido del coro actual de poetas
jóvenes.
Conocido es que una de las constantes de la cultura literaria cubana es la
sucesiva presencia en su desarrollo, de generaciones, promociones o individuos
que han entendido su papel en esta a partir de la conformación explícita de una
rivalidad, a tal punto de tomarse, por ejemplo, como momentos climáxicos del
siglo XX, las polémicas entre integrantes del grupo Orígenes con su hijo
bastardo Ciclón, o más tarde, la del grupo llamado por Eduardo López Morales:
«Generación del 50» con la promoción de los 80.
Nuestro conversacionalismo fue esencialmente heredado de la corriente
latinoamericana homónima, que desgajada de la vanguardia, tuvo en autores como
Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Jaime Sabines o Nicanor Parra, voces
ejemplares de un discurso afianzado en interpretar las condiciones
socio-históricas de su tiempo mayormente y no en proclamaciones de corte
estilístico.
Ante el canon que suponía la estética origenista, los poetas del
conversacionalismo cubano, deciden, impulsados por el cisma caótico de la
revolución ideológica, plantarse como intérpretes oficiales de la realidad que
protagonizan y que necesita, a su vez, un ritmo desbocado, a veces atropellado
o nulo, unido a un discurso cada vez más populista, pues como afirma Roberto
Zurbano: «asumieron una posición alerta ante el lenguaje, y a través de una
creciente desconfianza con respecto a la imagen, obviaron toda fe en la
palabra».
Ahora, la «dimensión comunicativa», sintagma que este autor acuña como
fenómeno inédito en la historiografía literaria nacional, fungió como hidra de
dos cabezas al encauzar su preceptiva, o mejor dicho, al subordinarla a la
conformación de un sujeto pluralizado, des-intimista y alejado, por ende, de la
búsqueda ontológica como presupuesto esencial de sus poéticas.
Otra no podía ser su proyección, el ojo arrancado del clásico ya «El otro»
de Roberto Fernández Retamar, debe ser superpuesto como un signo ante la mirada
del ojo ileso, quizá hasta ahora inconsciente de su tarea de filmador y al mismo
tiempo perpetuador de un humanismo social jamás alcanzado en nuestra
literatura. En esta promoción, a pesar de que se haya erigido un eco crítico de
neblinosa esencia, que se acerca al supuesto cansancio o valor de uso del
conversacionalismo, sobre todo en el embiste que trataron de formular varios
autores pertenecientes a la promoción del 80, entendido como superación o
antropofagia; se sentaron, o más bien ajustaron los pilares del auténtico
discurso poético de los últimos sesenta años; porque si bien este grupo
proyectó a ultranza una praxis distinta y que, paradójicamente no solo
develaron en ella la verdadera valía de la corriente a la cual punzaban y de la
cual bebían subrepticiamente; sino que «el nacimiento que se pretendía fundar,
la entrada en el campo literario cubano de una “nueva hornada” que traía
vitalizaciones, reformulaciones […] fue más un deseo crítico que un hecho
verificable».
Uno de los factores que suponemos, atentó contra la visión de vanguardia,
frustrada o al menos no entredicha en ninguno de sus textos ejemplares y que
bien pudo dotar de mayor fuerza expresiva en aras de autodefinirse como
disidentes, de una fuerte aún corriente tutelar, es la no preocupación por una
reflexión propiamente metadiscursiva, donde fijaran sus pretensiones no solo en
el campo de la lengua sino en el marasmo ideológico que encierra toda ruptura
de un proceso social determinado. La preocupación es otra: «nosotros los
sobrevivientes/ a nadie debemos la sobrevida/ todo rencor estuvo en su lugar//
estar en cuba [sic] a las dos de la tarde/ es un acto de fe».
Esta reescritura, dialógica en el sentido bajtineano, suerte de himno de
grupo; afirmó una postura de romántica rebeldía; pero de increíble
actualización, aún en las bifurcaciones que ha tomado la poesía hecha por
jóvenes en la nación, que pudieran o no reconocerse en la promoción de los 80,
viendo este fenómeno en el orden de una entidad contrastante: como apoyatura
magmática o como franca arqueología. La historia de la literatura ha probado,
que muchas generaciones poéticas buscaron autodefinirse no en sus predecesores
inmediatos, sino en el punto acrisolado donde la lengua alcanza auténtico valor
moderno.
Rubén Darío insta a los más tarde Generación del 27 a releer a Luis de
Góngora, así como Lezama re-interpretó la ontología insular a partir de la
focalización barroca, explayada en las obras del autor de Polifemo y Galatea,
de Francisco de Quevedo y Calderón de la Barca substancialmente.
La incuestionabilidad de la palabra
fungió como presupuesto axiomático para la promoción de los 80, comenta
Roberto Zurbano.
Las visiones de la crítica se complejizan. Walfrido Dorta solo percibe en
las obras de Raúl Hernández Novás y Ángel Escobar un «desplazamiento [de]
algunos presupuestos de la estética coloquialista» y un poco más tarde en Fernández Larrea, al
tensionar este propio lenguaje, Jorge Luis Arcos decide bautizarlo como «una
suerte de reverso del conversacionalismo».
Es curioso que el más cercano intento de nominar el campus poético más
reciente: posconversacionalismo, date de 1998, de la autoría de este último y
sea reafirmado en 2003 por Dorta. El primero, consciente del anfibológico
término, resuelve bíblicamente nombrar lo creado en tanto los senderos emerjan
en claras posiciones semantizadoras.
Arturo Arango es más sentencioso al analizar la producción finisecular
recogida en las canonizantes antologías Cuerpo sobre cuerpo (2000) y Los
parques (2001) y contradice lo planteado por Dorta y Zurbano al creer que la
promoción de los 80 «encabezaba las rupturas formales de cada generación, o, al
menos, hacía explícitos sus intentos, sus necesidades.// Salvo excepciones, esa
función de vanguardia parecía haberse desplazado en los 90 de la poesía al
cuento».
Dicha alerta no es casual, el autor clasifica como «epigonales» a un grupo
que solo representa, claro está, un cambio en el entramado anecdótico del
cosmos que padecen o disfrutan, pero que sigue demostrando una despreocupación
por los resortes que condicionan su expresión misma.
Aunque no creemos entrever en el sintagma epigonal un matiz despectivo, lo
cierto es que la promoción de los 90 explaya su madurez en el nuevo siglo donde
otra promoción naciente coexistirá con esta en contrastante diálogo, sin que
esto suponga una conciencia de grupo en ninguna de las partes implicadas.
Ante sus obras en activo, pudiéramos sostener por ahora, que en la poesía
de Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979) y en la de Legna Rodríguez (Camagüey,
1984), se recupera para la poesía cubana, la desplazada según Arango, condición
vanguardista.
Antes de analizar sus escrituras en particular, nos es necesario precisar
algunas constantes que tuvieron su apoteosis en la lengua castellana durante
nuestro prolongado periodo de vanguardia, que data desde 1914 hasta
aproximadamente los primeros años de la década del 40, y que resurgen, o por lo
menos se muestran con regularidad en la praxis literaria y social de los
autores aquí aludidos.
A la par de la sucesiva aparición de manifiestos y proclamas que
concretaron a los movimientos de vanguardia en Latinoamérica, los firmantes de
estos, poetas de la talla de Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, Oliverio
Girondo o Manuel Maples Arce; sostuvieron una abierta actitud performática en
su proyección social. Vale destacar solo un ejemplo: en 1914, Huidobro lee en
una céntrica plaza de Santiago de Chile el manifiesto Non serviam, médula de la
preceptiva del Creacionismo. Ahora, ¿cómo se inmiscuyen o conectan estos poetas
del nuevo siglo, con sus padrinazgos vanguardistas? Cabría cuestionarse su influjo
o si en realidad sus lecturas o enfoques influyen directamente en su quehacer
poético.
Los procesos de vanguardia se han entendido en nuestro mapa literario como
la conjunción de apariencias que ansían derribar el supuesto anquilosamiento de
la lengua; y que la mayoría en su
ejercicio literario no cumplió con muchos de los cánones soñados por la nueva
poesía.
Por supuesto que en el actual campus literario en la Isla, no existe un
proceso de vanguardia propiamente dicho, ni por lo menos un grupo que como
Diáspora en la década del 90 del pasado siglo, tensara en este sentido la
creación de avanzada. Quizá sea una razón posible para entender que los
intríngulis del metabolismo literario alcanzan una máscara distinta en el
andamiaje discursivo de ambos poetas, que ni siquiera comulgan entre sí, pero
que conforman un cisma a tener en cuenta, en las relaciones historia-poesía,
poesía-ser y poesía-naturaleza, preocupaciones notables en las últimas hornadas
de bardos cubanos.
Mientras que los del 80 se preocuparon por diseñar una reflexión-diatriba
contra los del 50, a partir de la negación a ultranza de un ideal social, la
promoción de 2000 mira a ochentistas y finiseculares no desde una perspectiva
tajantemente ideológica, pues de alguna manera son escritores pos-derrumbe,
sino en principio metadiscursiva, por lo menos en los poetas señalados: orinar
el espacio, trazar límites de mapa y dejar claro su instrumental en materia
lingüística, es casi una portentosa línea argumental que ambos autores
persiguen como una obsesión de declaración de principios estéticos.
Ninguna promoción como la del 80 intertextuó o se inspiró en la figura de
José Lezama Lima; baste aludir un texto de Rolando Sánchez Mejías para darnos
cuenta de que el señor barroco constituyó más bien un faro —en algunos casos un
fetiche— para servir de pie de pivote en la recuperación de un discurso
imaginista, a ratos deconstructivo.
Nótese aquí cómo Lezama y Borges se tornarán patrones estéticos, aunque a
decir verdad la poesía lezamiana no fue ni tan reescrita ni tan imitada en la
promoción cono sí ficcionalizado su autor: «La nostalgia por los límpidos
establos de/ Dylan Thomas […] La casa de Lezama vista desde un taxi en/ la
ventisca […] María Kodama en las fatigadas pupilas de/ Borges o sea en los
espejos velados».
Bien alterna es la postura de Oscar Cruz ante el fenómeno Lezama. Si bien
reconoce con inteligencia poética el valor de esta figura en la historiografía,
no lo hace desde un pedestal de admiración, tomándolo como faro guía o «poeta
fuerte», término acuñado por Harold
Bloom; sino que, utilizando el irónico cronotopo de la fábula, fraguada en
nuestras letras con la obra del Infante Don Juan Manuel, construye un drama
donde un pájaro moteado (de entrada el adjetivo re-semantiza a un sujeto dual,
cambiante, donde el estampado designa contaminación), de alto porte y canto (la
altivez y la perfección son armas del canon, imperialismo de una preceptiva por
muchos años alabada), fungirá como detonante para la propugnación de un arte
poética. Veamos: «canta bonito el desgraciado:/ dijo mi amigo, parece/ un
sucedáneo de Lezama./ estos pájaros cabrones comen/ y viven de Lezama, viajan
y/ engordan por Lezama.». Al posarse el
animal en el patio (espacio de búsqueda cosmovisiva, donde el poeta sujeto
lírico gobierna e impone sus «maneras de obrar», parcela genuinamente defendida
por el arma de la palabra misma) ocurre una particular embestida: el
personaje-pájaro impone su canto, su sometimiento, desde arriba; y este
estar-sobre lo catapulta a una señal de auténtico liderazgo o permanencia,
dicha actitud parece infalible; pero cuando conocemos su nombre: Cuá Cuá, se
desacraliza en el acto su hegemonía, pues el sintagma onomatopéyico devendrá
signo de cansancio discursivo. Entonces
otra vuelta de tuerca tiene lugar, el trivial canto no es más que un cacofónico
graznido, pues el poeta no confía ya en estas fórmulas de armonía y elegancia.
Por eso la solución emergente ante la perseverancia del sucedáneo lezamiano, se
convierte en un puñetazo para la tradición: «agarramos al pájaro,/ le cortamos
las patas, y colgamos/ en su pecho una plomada/ […] cantaba bonito el
desgraciado./ […] nunca más, volverá/ a posarse en nuestro patio».
La levedad es vencida por el peso, la materia (ala) es sometida por una más
terrestre (plomo); porque ya no seducirán al sujeto creador ni la
grandilocuencia, ni el trascendentalismo, ni el gobierno de una tropología que
se afinca en sí misma como tabla de salvación. Existe un presentismo en la
poesía de Oscar Cruz, establecido en un tiempo y un espacio básicamente
literarios, donde su pertinaz reflexión sobre lo humano se imbrica asiduamente
con otra: la metaliteraria.
Esto ocurre a tal punto, que el tema sobre el fenómeno bibliográfico que en
la última década se ha nucleado en torno al centenario del autor de La fijeza,
se convierte en una variación sobre un mismo tema en su escritura más reciente.
Lo que una vez fue trino engalanado, ahora, como los personajes esperpénticos
de Valle Inclán, es situado en una torpeza de raíz expresionista, fuente en la
cual el autor ha encontrado resortes discursivos de gran eficacia.
Tanto Cruz como Rodríguez pertenecen a un suceso que Harold Bloom nombraría
«revisionismo intelectual». Ante la
angustia que produce la influencia de un poeta fuerte, estos poetas se ejercen
en una «concreción creadora, la marca más particular del revisionismo
moderno».
Es visiblemente intencional que Legna Rodríguez haya titulado «Chicle (Ahora
es cuando)», su cuaderno ganador de una mención en el XV Premio de Poesía de La
Gaceta de Cuba. La goma de mascar, metonimia de raigambre antropofágica, o sea,
la tradición se trata de digerir y al absorber su naturaleza, solo queda un
jugo amniótico donde la poeta hará nacer su praxis literaria, y más tarde, el
resto será escupido (hemos utilizado este verbo por su sema despectivo) para
formar parte de la basura.
Bien se conoce que en la vanguardia latinoamericana se impusieron desde
nuevas ortografías hasta formas de visualidad para los caracteres en la página
en blanco, jamás conocidas en nuestra lengua; por lo tanto, una consciente
estridencia, excentricismo o reto, acompañaban el tono de la lírica plural que
se produjo en varias ciudades letradas del continente. El sintagma que acompaña
al título en cuestión: «(Ahora es cuando)» se conecta con la necesaria
autodefensa, sobre todo si la voz lírica confiesa: «Te pido/ que no
interpretes/ los ámbitos culturales/ porque sabrías/ que soy la perra dócil de
la poesía cubana/ la perra sin hueso/ ni sopa/ hay otros perros/ sarnosos/ pero
menos resquebrajados/ […] hay otros gatos también/ te pido/ que en paz me
dejes/ […] y sola/ voy/ a desenterrar/ el hueso».
Es preciso usar el tono imperativo para establecer un límite dentro o fuera
del margen oficial. La poeta se ve cercada por tendencias duales (perros/
gatos): cósmicos, experimentales, intimistas, universalistas, historicistas,
atmosféricos, minimales; y decide tomar el riesgoso camino de la individualidad
y desenterrar —he aquí una sincera posición de la sujeto creadora al entender
su pasado literario como arqueología— el hueso, este sustantivo se conecta en
el campo semántico del poema con su contrario, o mejor dicho, con su
disgregación: la sopa. El hueso, vale decir, la materia poética, se roe o se
desintegra por el agua en vapor.
Con sarcasmo, y notemos en este momento el mismo recurso utilizado por
Oscar Cruz en el texto comentado anteriormente, la persona lírica arma un
suspense, muy consecuente con su estar-ante la literatura de su tiempo. Lo que
decida hacer tras exhumar los resortes de la cultura que le sean factibles para
la conformación de su sistema semiótico, por ahora cabe en el reino de la duda,
lo que sí podemos afirmar previamente, es que no apuesta —como Cruz— a mirar la
tradición desde una focalización ancilar, sino desde la médula del problema
mismo, ella no es sino otro individuo de la animalia discursiva y el uso del
adjetivo dócil es solo un mecanismo textual para, mediante la conformación del
tropo del contraste, definirse con más fuerza ante los que pretendan
acompañarla al acto del desenterramiento.
Por lo pronto, constatemos cómo ambos poetas no se dejan seducir por una
postura enciclopédica en su proyección como sujetos creadores. Varios autores
de las promociones de 80 y 90, defendieron con celo el vertimiento de sus
lecturas en un aparataje paratextual: exordios de escritores disímiles, desde
la literatura clásica grecolatina hasta los más populares del boom
latinoamericano, o incluso de los que son no publicados en nuestro país y que
por esta cuestión se convierten en llamativos; ya en la diégesis misma del
poema: como reescritura, como sujetos ficcionalizados e incluso como dictadores
de un tutelaje que a muchos les era indispensable. Esta suerte de filologismo
discursivo no atrae a los poetas bajo análisis, pues, ninguno es egresado de
escuelas de Letras en el país, y sobre todo, recurren a esta fingida disidencia
o laguna lectural, como armazón, para imponer sutilmente una revisión del
concepto de clásico, tema, como se sabe, de cepa vanguardista: «ya nadie lee/ a
Eça de Queiroz: decía, deberías de leerlo./ varias veces lo intenté y desistí.
execré/ el poderío que gastaba en descripciones vanas,/ y esa devoción por los
maestros que pululan/ y ensombrecen.// hay libros que superan todo eso/ y sin
embargo no me sirven, como nunca/ me sirvieron, madre mía, esas novelas
perniciosas/ de Eça de Queiroz.».
Dicho fragmento muestra una falsa cornada: pudiera leerse que para el
autor, el naturalismo portugués carece de incidencia en el posterior desarrollo
de sus estigmas en la literatura del siglo XX; pero la recensión va más allá:
la sombra o el tutelaje hacen del discípulo literario un ser epigonal,
umbilicado a un rasero que le impedirá hallar su verdadero papel diacrónico en
la historia que debe protagonizar. Pudiera parecer un rasgo del futurismo
marinettiano que resucita, lo que impulsa al poeta a ser tajante; mas lo cierto
es que la pieza inicial en planos musicales que da título al poema, alcanza su
completamiento en un segundo momento, donde el arte poética se explaya: «nada
que suavice nos conviene./ limpiemos con cloro nuestra casa./ saquemos de
adentro la basura./ estamos hincados desde siempre./ borremos nuestras marcas./
volvamos a Proust».
Es comprensible que el autor simpatice más con la nueva novela europea,
movimiento que re-dimensionó el arte de narrar para la cultura occidental en
las primeras décadas del XX y que no constituyó en sí mismo escuela o grupo
literarios, pues a su cauce contribuyeron sujetos creadores de procedencias
heterogéneas, en cuanto a filosofía y estética; y decide no comulgar con el
realismo manierista que instituyó el naturalismo.
Casi a cien años de la apoteosis de las vanguardias, cada vez más se
cuestiona lo imprescindible que pudieran ser los hitos de la escritura. Ante el
ojo tradicional y canonizante se responde: «un escritor me dijo que mi poesía
era/ una fórmula/ algo parecido a dos más dos/ […] pero yo tengo la seguridad/
de que en todo caso/ es algo parecido a/ […] doscientos doce menos mil
novecientos ochenta y/ cuatro/ que es un año muy famoso/ porque así se llama
una novela/ que no he leído».
La narrativa orwelliana alcanzó categoría totémica en los años 90 dentro de
la intelectualidad insular, por el poder de analogía que suscitaron «1984» y
«Rebelión en la granja» con el convulso periodo socio-político consecuente con
la caída del socialismo en Europa. Como vemos, a la sujeto creadora —nacida en
el mismo año que da título a la novela— no la imanta la inmersión en la
resquebrajadura de un proceso histórico como temática; más bien hace
representar su parecer esquivo o desinteresado en lo que fue para la promoción
de los 90, tanto en narrativa como en poesía, un tema que encontró cierto agotamiento.
Quizás sea Legna, la escritora que con más ahínco se preocupe —en
comparación con la obra de Cruz— en urdir un juicio sobre la escogencia de un
lenguaje que primero: disiente de lo anecdótico, ya que sus argumentos se
adscriben en la mayoría de los casos a analogías de la creación verbal y en
segundo lugar, pugna por des-canonizar la eufonía, los fenómenos de la
deficiente ritmicidad (asonancias, cacofonías, erráticas aliteraciones):
«convertí la hoja donde estaba escrito este poema/ en pañuelo de nariz/ lo que
no sé es si lloré o si estornudé/ y convertí las palabras que algunos me
dirigían/ en verborrea/ lo que no sé es si esa verborrea/ llegó a interesarme
más o menos». Le es idónea la
fragmentación gramatical para encontrar una belleza-otra, regida en su
estructura por lo cíclico del viaje como autoconocimiento; el personaje al
arribar a su lugar de partida: el hogar (la nuez amniótica donde se forja el
carácter poético) confiesa llegar atormentada e indefinida, pues como ser de
vanguardia cree en una futuridad que apenas logra conceptualizar. Tanto el
llanto como el estornudo, forjan un par contrapuesto que alude a dos enfoques
de la creadora ante la sustancia poética: el llanto (poesía de corte
confesional, de largo aliento), el estornudo (la poesía que se deconstruye y se
dispersa en búsqueda del lenguaje). Si en el texto anterior la autora negaba su
filiación con un criticismo de corte histórico, veamos cómo Oscar Cruz, que de
alguna manera, por edad, está apegado más a problemáticas ochentistas,
interpreta en el cuerpo del poeta una metáfora de la represión.
En una pieza llamada «Quemaduras» se
someten a la pira tanto obras de Lenin como de Bulgákov. Teniendo en cuenta sus
opuestas visiones del socialismo, el sujeto lírico no repara en posibles
simpatías con el segundo; sino que resuelve trazar un parteaguas a pesar del
cintarazo de la tradición que lo obliga a disculparse. El fenómeno borgeano de
la bifurcación, entendido aquí como ontología, devendrá pedestal para ambos
poetas; distingamos cómo en «La siesta», diálogo intertextual con el cuadro de
Miguel Collazo, se catapulta la bucólica mirada del sueño —que en el óleo la
joven está situada en pose tropical y no en real descanso— a un drama de
literal erotización; dotado de un tono aciago que frustra la voluptuosidad de
la escena. ¿Cómo es posible que en medio del desnaturalizado coito, el sujeto
lírico nos diga: «me levanto. ya no soy el real misterio./ los poetas
contemporáneos han abusado/ de su inteligencia./ los políticos también.»? El matiz vanguardista aquí se percibe como
frustración y vuelve aún más profunda la atención de este poeta hacia la
cultura que lo engendra.
Varias constantes de la literatura cubana más reciente tienen que ver con
un explayado ejercicio de la sexualidad y con una experimentación nunca antes
vista en dicha materia, del cuerpo como poseso de una carnalidad que se ajusta
y desajusta, ateniéndose a los contextos, de violencia casi siempre, donde se
torna protagonista. Cruz se sumerge en el centro de este maelström sexual y
emerge con una máscara de fatalidad, que no es sino su armadura contra los
siempre light mecanismos de la moda literaria. No es que el acto pierda en el
poema su estatus deleitable, todo lo contrario, el autor ha dedicado un
cuaderno entero a disponer su sexualidad a manera de reencarnación paveseana:
lo sodomita se hermana con lo metaliterario, la preceptiva del amor carnal
intuye otra no menos esencial; fijémonos cómo toma prestado el título que
patentizó nuestra vanguardia: «Salutación fraterna al taller mecánico», de
Regino Pedroso, donde el escritor se relaciona con presupuestos del modernismo
brasileño o el estridentismo mexicano; para convertir la función de torcer en
una estado ante la creación que le es concomitante: «como aquél que tuerce
alambres/ con sus dedos, dura es la moldura/ de mis manos, y duros son también/
mis argumentos.» No existe tibieza
alguna en manifestarse como ruptura y no cree en la implicitez como instrumento
verbal; así también Rodríguez comulgará con una «escritura del desastre» donde
la meta-reflexión sobre la categoría bajtineana del cronotopo, utiliza
instrumental del absurdo. El ejemplo, titulado «La página en blanco» se enlaza
no solo con un sutil automatismo, para declarar la no importancia de tiempo y espacio,
y sobre todo, el ars poetica que declara: «los libros que escribiré en lo
adelante/ jamás dirán lo que pienso/ primero muerta/ que escribir con mis manos
lo que pienso».
Sustrato eminentemente discursivo y no confesional, principal línea de la
promoción de los 80, que tiene sus seguidores en los 90 y también en el nuevo
siglo. En su obstinación por descreer las normativas del ejercicio poético que
pesa sobre ella como espada de Damocles, hereda un sarcasmo cubano, presente en
la poesía de Virgilio Piñera o Manuel Díaz Martínez. La impotencia ante el
éxtasis programático y la praxis final donde no obtiene lo requerido,
coexisten: «Quería hacer un ejercicio poético/ que realmente me provocara
sudar/ así que decidí escribir este poema/ cayendo desde una chimenea/ algo
desastroso/ pues la palabra poema y la palabra chimenea/ son parecidas en la
sonoridad/ y está prohibido escribirlas juntas». La voz lírica, consciente del padrinaje que
ejecuta sobre ella el canon, confiesa su confiscada escuela, aunque aún así se
regodea, porque el intento significa un rompimiento de consistente valor
estético.
Cabría detenernos, por último, en dos fragmentos de «Demoliciones», de
Oscar Cruz, en el cual el conocido pasaje de Martí a su llegada a Caracas, se
compara paralelamente con otro sujeto que en condición distinta de inmediata
actualidad —las misiones culturales a Venezuela— recorre, o finalmente no se
atreve, a transitar-mimetizar la misma senda, o sea, a reverenciar una
mitología literaria que empaña la genuinidad de la obra escritural martiana.
Desde el título mismo se enuncia su interpretación. Ni siquiera se deben
restaurar las voces tutelares del discurso lírico nacional, ellas son lo
suficientemente icónicas para que se re-semanticen mediante la penetración que
designa una nueva norma. La búsqueda de lo convincente ocupa al autor, esta
veracidad se conectará rápidamente con la condición del poema como «expediente
de dolor» y no perseguirá rasgos de un
realismo raso, sino que ejercerá a partir de mostrarse en el texto como tabula
rasa, es decir, lo contado, por conocido o común que sea, adquirirá otra
belleza, descarnada y desconocida, en cierto sentido, naif: «las cosas parecen
más cosas bajo esa luz, me dijo, y sin embargo agobian».
La poesía toda insta al ojo a descubrir el centro irradiador del ser o la
cosa y a deslindar/ desechar lo considerado apoyatura o cáscara. No son para
él, o para ellos, atrayentes las atmósferas que ralentizan la médula argumental
del poema, donde la violencia cosechada de la cubanidad reciente, impulsa tanto
la historia como la disposición gramatical, porque asumen con dignidad la
conformación de una visión antiheroica y a su vez antiépica de la cosmogonía
insular que ambos cuestionan, afincados en el soporte de la vena más ejemplar
del conversacionalismo.
Hemos tenido en cuenta que estos autores caminan hacia la madurez
escritural, donde, alcanzado este sitio, quizás nieguen con ahínco lo
perseguido por sus búsquedas poéticas en este momento; pero hemos decidido
correr ese riesgo, porque si así sucediera, entonces no se alejarían sus puntos
de giro de la condición de vanguardia a la cual ambos tributan.
Existe un texto incluido en Pequeños poemas en prosa (1868), de la autoría
de Carlos Baudelaire, cuyo título: «Extravío de aureola» alcanzó a definir con
exactitud y explicitez increíble el verdadero rostro del simbolismo francés. Un
poeta de aureola, acostumbrado a beber quintas esencias, en un descuido,
tratando de esquivar el fango del bulevar, deja caer al suelo su condición de
elegido: «He creído menos desagradable perder mis insignias que romperme los
huesos […]. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo acciones bajas y
entregarme a la crápula como los simples mortales». La condición cíclica de los procesos
culturales es innegable, sobre todo en el accionar de estos dos poetas jóvenes,
que no solo han perdido la aureola, sino que la dignidad les aburre, a tal
punto que como el sujeto baudelaireano esperan con aire grotesco que un mal
poeta recoja la aureola y se la corone, pues «¡Qué gozo hacer a un hombre
feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa! ¡Pensad en X o en Z! ¡Vaya!
¡Sí que va a ser gracioso!».